20 jul 2009

artes de incluir excluir, Laura Malosetti (Aporte de Alicia Ipiña)

ARTES DE EXCLUIR, ARTES DE INCLUIR

Las obras de varios artistas jóvenes dialogan con pinturas del pasado, no para parodiarlas ni para legitimarse a sí mismas, sino para reinventar la tradición en función de los desafíos actuales. Así es como Sin pan y sin trabajo, un ícono del arte social del siglo XIX, reaparece en trabajos recientes. Con estas intervenciones, el arte encuentra vías de comunicación con las identidades en tránsito, con los movimientos que se instalan en los márgenes del campo cultural.

por LAURA MALOSETTI COSTA historiadora de arte UBA/CONICET

No son pocas las reflexiones sobre el arte contemporáneo que asumen como supuesto básico el hermetismo de sus proposiciones, la oscuridad de sus significados, la ausencia de una vocación pública, la renuncia a la belleza o la voluntad explícita de irritar o molestar al público.

Tampoco es raro escuchar a grandes artistas contemporáneos afirmar –con displicencia o con furia– que “el arte no cambia nada”, que todos los males del mundo siguen allí, incluso estimulados por una maquinaria de industrias culturales que –desde una lectura más radical aún– tienden a preservar y potenciar las desigualdades sociales.

Tal vez algunas de estas certezas puedan ponerse en crisis a partir de su cruce con cuestiones tan caras a la historia del arte como el poder y la persistencia de las imágenes y su capacidad para proyectarse por fuera del ámbito artístico por medio de las cada vez más frecuentes prácticas de reapropiación, resignificación, parodia o cita de obras del pasado.

Aun cuando una imagen haya sido creada por su autor con la intención de inscribirla e inscribirse en el campo del arte, nada está dicho respecto de su vida histórica. Ciertas formas, una vez lanzadas al ruedo, tienen una deriva propia que escapa o excede la voluntad de sus autores y que de ninguna manera parece prefijada por el lugar que ocuparon en la cultura que las vio nacer.

Las palabras (la crítica, los relatos históricos) atraviesan las imágenes artísticas, las preservan y hasta las transforman. Pero también lo hacen las prácticas que interactúan y modifican, activan y desactivan el poder de las imágenes como productos culturales. Operaciones tales como su inclusión o exclusión de museos, mercados de arte y circuitos de exhibición y reproducción masiva son las más evidentes, pero podemos pensar también en un amplio rango de prácticas menos visibles relacionadas con el uso, la reapropiación y la resignificación. Pienso en la capacidad que tienen ciertas imágenes para “contaminar” o atraer otras nuevas, capturar la atención y persistir en la memoria colectiva, encarnando ideas y sentimientos complejos.

Es posible pensar esos usos y reapropiaciones no como meras parodias sino como acciones que apuntan a la construcción de pautas identitarias de resistencia desde lugares alternativos, en los márgenes –o los intersticios– del mapa cultural. En este sentido, y en el marco de los debates suscitados en Buenos Aires alrededor de una controvertida “vuelta a la política” en la escena artística contemporánea, quisiera aquí abordar algunos problemas ligados a ciertas manifestaciones recientes de la protesta social y a las actividades de algunos jóvenes artistas argentinos. No pretendo proponerlos como “casos representativos”. Más bien creo que podrían pensarse como metáforas: plantean situaciones complejas y abiertas dentro de la crisis argentina que se inició en 2001.

Me referiré, en particular, a diversas estrategias de reapropiación de una imagen instalada no sólo como una pieza importante de la tradición artística argentina sino también como símbolo inaugural de la cuestión social y las luchas obreras en la iconografía local: Sin pan y sin trabajo, realizado por Ernesto de la Cárcova entre 1893 y 1894, la obra que inmediatamente consagró al pintor a su regreso del viaje de estudios en Europa. De la Cárcova había decidido exhibir su gran cuadro al óleo, obrero y socialista, en el Salón del Ateneo, lugar emblemático de sociabilidad “elegante” y único ámbito legitimador por entonces para un artista que regresaba de su formación europea. En ese momento, sin embargo, el Partido Socialista cuestionó la pertinencia del público frente al cual el pintor decidía exponerlo.

Este reproche introduce una de las cuestiones que quisiera discutir a partir de reapropiaciones recientes de la imagen, ya que Sin pan y sin trabajo ha mostrado tener una extraordinaria persistencia en la memoria y el poder de reactivarse sobre todo en momentos de crisis. En exhibición permanente en el Museo Nacional de Bellas Artes y reproducida en libros, revistas, calendarios, textos escolares, postales, afiches, etcétera, esta pintura es una de las obras del arte argentino más admiradas y recordadas.

No sorprende, entonces, que los dos artistas argentinos del siglo XX que con mayor eficacia simbólica conjugaron en sus obras un fuerte compromiso político con una renovación singular de la figuración y el lenguaje plásticos, plantearan, en diferentes períodos, una suerte de diálogo crítico con el maestro del cuadro obrero del siglo XIX. Antonio Berni lo hizo en un par de grandes telas de 1934: Manifestación y Desocupados. En la primera recuperaba las palabras “Pan y trabajo” como una cita textual de aquel cuadro emblemático desde una perspectiva más optimista, confiando en el poder de la rebelión. En Desocupados, en cambio, introdujo un clima onírico para presentar a los personajes sumidos en un sopor casi sobrenatural, como efigies de un gigantesco vacío de poder.

Más tarde, Carlos Alonso retomó Sin pan y sin trabajo en una interesante serie de dibujos y pinturas realizados en 1968. En ella parece crecer un abismo entre los personajes del drama: el obrero sigue congelado en su gesto decimonónico, en tanto la mujer y el niño parecen observarlo desde un siglo de distancia. Ella ya no es la víctima doliente y agobiada de rostro inexpresivo: levanta una mirada inteligente del libro que sostiene en las manos para dirigirla al hombre o interpelar al espectador, cuestionando las relaciones de género y clase que aparecían cristalizadas en el cuadro de Ernesto de la Cárcova.

Por su parte, la obra presentada por Tomás Espina al Premio Banco Ciudad en 2002 (2ª mención) parece seguir la línea de esa reflexión. Dibujó a carbonilla el cuadro de De la Cárcova en la pared de su estudio y dejó vacante el lugar de la mujer: allí se fotografió a sí mismo, desnudo, en un gesto de interpelación al obrero (y también, claro, al artista). Espina se introdujo en la imagen desde el espacio de la mujer, que es –dice– el de la intimidad, el más flexible, el único que deja abierta la posibilidad creativa en oposición al estereotipo del obrero en lucha, petrificado en el tiempo. Su imagen desafía la rigidez de aquellos roles que el imaginario social ha perpetuado hasta el cansancio y parece reclamar, desde ese cansancio, un espacio propio en un lugar que representa en muchos sentidos la tradición. Su cuerpo entra en el marco de la composición produciendo un quiebre en el orden de las relaciones allí congeladas.

Tomás Espina imprimió su obra como afiches con la intención de pegarlos por la ciudad. Finalmente decidió no hacerlo sino en aquellas situaciones en las que pudiera acompañar la imagen con su presencia. La exhibió en algunas ocasiones en la calle, parado junto a ella, y participó con la obra en acciones como el apoyo a las obreras de la fábrica textil Brukman en mayo de 2003.

Ese espacio de la intimidad desde el cual interpelaba Espina a Sin pan y sin trabajo abre una serie de interrogantes respecto de la posibilidad de construir una identidad como desocupado. No parece un tema menor preguntarse qué imágenes de sí mismo y de su situación elabora quien probablemente se ubicó o se ubicaría con comodidad como perteneciente a la clase trabajadora, pero se ve excluido de ella y empujado a la situación de desocupado.

Podría pensarse que el prefijo “des”, que señala carencia (desocupado, desposeído), es menos eficaz que la expresión “sin” (trabajo) tanto para indicar una transitoriedad deseada en esa situación como para enfatizar el derecho a poseer aquello que no se posee. Quizás por ello, varias reapropiaciones actuales del cuadro de De la Cárcova retoman –a veces como única referencia– las palabras del título, como había hecho Berni en los ’30. La cita textual, por otra parte, remite directamente al cuadro y a su lugar en una tradición en la que se reinscribe el reclamo popular.

En este sentido avanza otro ejemplo que quiero comentar. En junio de 2001, el entonces estudiante de Bellas Artes Jorge Pérez tradujo el cuadro a un mensaje gráfico en blanco y negro y preparó un taco para imprimir xilografías. Pintó también una bandera con la obra en blanco y negro. Ambos soportes incluían la imagen y el título Sin pan y sin trabajo. Se acercó con su bandera a un piquete de desocupados frente a la quinta presidencial de Olivos y allí se conectó con un movimiento del barrio de San Fernando, al cual le ofreció sus afiches. No conocían la imagen, pero inmediatamente les entusiasmó y la adoptaron para identificarse. Jorge Pérez propuso poco después realizar una acción de arte: ir juntos al Museo de Bellas Artes a ver la obra, dialogar frente a ella y donar al museo un afiche.

Desde la perspectiva de Pérez y el movimiento barrial de San Fernando, puede pensarse en un redescubrimiento (o más bien un descubrimiento por parte de los vecinos de la zona) de un pasado común que aparece como una vía para desactivar mecanismos de marginación y exclusión cultural.

Es posible considerar a estos y a otros artistas (músicos, actores, fotógrafos, cineastas, artistas plásticos) como intermediarios culturales. Pienso en un movimiento de ida y vuelta que permea lugares tradicionalmente establecidos mediante acciones que, entre otras cosas, buscan romper estereotipos y dicotomías instaladas. Son acciones que parecen abrir una brecha en la organización social y cultural al permitir pensar una identidad en la carencia. No una identidad “otra” ni “afuera” ni “des”, sino “SIN”.

El arte en las calles, en las villas, en las cárceles, en los muros, puede ser pensado también como una brecha en el descreimiento de unos y otros. En este sentido, los proyectos culturales que llevan adelante fundaciones como “Crear vale la pena” en zonas muy marginales de Buenos Aires como La Cava o el Barrio San Roque, o “Enda Brasil” en Rio de Janeiro, se han mostrado capaces de derribar muros, construir puentes y crear nuevos ámbitos de crecimiento con la música, el teatro y la danza.

Al comienzo mencionaba una “vuelta a la política” en la escena artística argentina. Desde la asociación de talleres de artistas y operarios que pusieron en marcha de manera autogestionada la laminadora de aluminio IMPA, hasta las actividades en la calle en apoyo a las obreras y obreros de las fábricas Brukman o Zanón, o las exposiciones en Grisinópolis y las intervenciones de grupos de artistas callejeros en marchas y jornadas de desocupados y manifestaciones por los derechos humanos, muchos se han volcado con sus obras y performances a formas de participación en el escenario político que plantean rasgos novedosos. Esas formas de intervención tienen una trayectoria que se remonta a los años ’60 (Tucumán Arde) y en los ’80 y ’90 a grupos como Capataco, Gastar o Por el Ojo, que comprometieron su actividad con la lucha por los derechos humanos. En la búsqueda de nuevos recursos y poéticas para tales intervenciones, la reapropiación de imágenes del pasado es frecuente. Un ejemplo que apunta en este mismo sentido es el del grupo La Piedra, que entre 1992 y 1993 acompañó con sus acciones los reclamos de los jubilados frente al Congreso, parodiando en la escena urbana el Monumento al trabajo de Rogelio Yrurtia (1907-1922).

Hoy el recurso de volver a los “viejos maestros” parece la clave con la cual algunos artistas procuran explorar y encontrar un espacio entre su propia subjetividad y las nuevas vías para la intervención en la política. En este sentido, cabe mencionar otros ejemplos, como las acuarelas de Fermín Eguía, las composiciones fotográficas de Leonel Luna o las videoinstalaciones del uruguayo Pablo Uribe, que parten de una inclusión personal en aquellos cuadros consagrados y canónicos para avanzar con propuestas que resignifican los sentidos tradicionales (es el caso de la polaridad “civilización/barbarie” en obras que retoman e invierten las connotaciones más habituales de malones, raptos y campañas militares al desierto). Estas y otras recientes y numerosas reapropiaciones de imágenes populares de la historia del arte local pueden ser interpretadas como indicios de una renovada reflexión acerca del rol de los artistas –y de las obras que ellos crean– en la vida cotidiana.•

Producidas en una esfera específica, el campo artístico e intelectual, que tiene sus reglas, sus convenciones, sus jerarquías, las obras se escapan y toman densidad peregrinando, a veces en períodos de larga duración, a través del mundo social.
(roger chartier, El mundo como representación)

www.revistatodavia.com.ar
todaVÍA# 13 | Abril de 2006

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